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Dr. Eduardo Olivero
CADIC - CONICET
Universidad Nacional de Tierra del Fuego (UNTdF-ICPA)

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Un día como cualquier otro...

Ese día de enero de 1986, en la Isla Ross, me separé del grupo y les dije: “los alcanzo en un rato. Voy a caminar a ver si encuentro algo”.

Habré hecho unos cien metros y observo un pedacito de hueso que sobresaliendo de las rocas.

Inmediatamente me pongo a mirar y encuentro un fragmento de mandíbula con un diente…

Si… de un dinosaurio!

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Por supuesto teníamos noción de la importancia que tenía semejante descubrimiento, porque era el último gran premio paleontológico que quedaba por rescatar en la Antártida, dado que ya se habían descubierto otros mamíferos y anfibios antes.

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Nuestro descubrimiento salió publicado en la sección de ciencia del New York Times, pero en la Argentina ningún diario lo recogió.

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No pudimos recuperar todos los restos, porque el suelo en la Antártida está congelado y es duro como cemento, por lo que la única manera que teníamos de extraer algo era rompiendo, con lo que corríamos el riesgo de destruir material importante.

De manera que rescatamos lo que en ese momento estaba descongelado, con la idea de volver al otro año para esperar que se descongelen otros 20 o 30 cmts.  

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El resto lo fuimos recuperando a lo largo de varios años. Pero un día nos levantamos y vimos a el buque británico John Biscoe y dijimos “viene a buscar los restos del dinosaurio”,

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Así que raudamente armamos una enorme carpa sobre el sitio, la montamos sobre los restos que estábamos recuperando, y de esa manera nos aseguramos de resguardar nuestro descubrimiento en forma elegante y evitar cualquier tipo de sorpresas o conflictos no deseados.

El hallazgo de este dinosaurio, cuyo esqueleto fue reconstruido y se exhibe todavía en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, demostró que indudablemente la Antártida estaba unida a otras masas continentales en particular América del Sur en ese momento

80 km en una improvisada balsa

Pero mi primera expedición a la Antártida, como joven estudiante de Geología, no estuvo exenta de aventura y adrenalina.

 

Partímos de El Palomar en un Hércules C-130 con destino a Ushuaia y de allí en el aviso Zapiola rumbo a la Costa de Danco y Estrecho de Gerlache. El grupo estaba compuesto por los geólogos de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, Juan Spikermann, Jorge Codignotto, Roberto Llorente.

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Un agitadísimo cruce del siempre temperamental Pasaje de Drake ya me iba poniendo en sobre aviso de los rigores del continente más remoto e inhóspito del planeta.

Llegamos el 8 de enero al Refugio Capitán Cobbet y la tarea principal fue preparar el equipo de trabajo, el armado del bote y puesta a punto del motor de 25 HP que lo impulsaba.

 

Al segundo día, el bote quedó asegurado en tierra y listo para navegar, pero esa misma noche se desató una feroz tormenta de viento y nieve que produjo una serie de sucesos cuyo desenlace casi culmina con el fracaso científico de la expedición.

 

El empuje del viento levantó el bote y tiró las piedras puestas a manera de sobrepeso en su interior. El ruido estremecedor nos despertó a todos y alcanzamos a ver el instante en que se cortaba el amarre y el bote, junto con un tambor de combustible y otros elementos, volaba hacia el mar. Nada pudimos hacer para recuperarlo y una terrible congoja duró el resto de la noche.

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A la mañana siguiente, ya amainada la tempestad y durante tareas de reparación de daños, el hallazgo fortuito de tirantes de madera, sobrantes de la construcción del Refugio, iluminaron a Roberto Llorente, quién con decisión inquebrantable impuso la idea de hacer una balsa de madera para reemplazar el bote perdido.

 

Poco a poco la idea fue cobrando fuerza en el grupo y se acumularon tirantes, tablones, bulones, clavos, alambre, cajones y dos tambores vacíos de latón de 50 litros perfectamente estancos, que sirvieron de flotadores.

 

Bajo la dirección de Roberto, a cargo del diseño de la embarcación en el improvisado "astillero" antártico el maderamen y tambores asegurados con sunchos metálicos cobró forma de balsa, que fue solemnemente bautizada con el nombre Skua, por el ave que abundaba en el sector y que cruzaba continuamente de isla en isla.

Con suma eficacia (y no poca audacia…) con la Skua navegamos más de 80 km permitiendo el estudio de afloramientos costeros cercanos al Refugio Capitán Cobbet y de las islas César, Leopardo y Pingüino y otras tareas que eran objeto de nuestra expedición.

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