Alejandro Winograd
Escritor
Tengo esta foto tomada durante aquel viaje. Y salvo el cielo, todo lo que se ve en la foto tiene el color y la textura de otro tiempo.
La foto en sí, con esas imperfecciones -pero a la vez, con esa gracia- que tenían las fotos cuando se revelaban en bateas que olían a trementina y se ponían a secar colgadas de una soga con un broche de papel; la ropa de lona anaranjada, que ya en aquel tiempo parecía no solo pasada de moda sino también inadecuada, no ya para la Antártida sino para cualquier uso y cualquier lugar; el Zodiac, que en la foto no se ve pero se adivina -y si no, les pido un voto de confianza- y que era uno de esos modelos panzones que usaban el capitán Cousteau y sus buzos para presentarnos un mundo inmediato y a la vez, lejano.
Y, aunque en la foto no aparecen, también tenían una textura de otro tiempo el bolso de equipo que me habían dado en un galpón del puerto de Buenos Aires, las dos filas enfrentadas de asientos del Hércules en el que volamos a la isla Seymour, la única mujer a bordo -una meteoróloga de ojos casi transparentes- que, en atención a las reglas del decoro de aquellos días, tenía prohibido desembarcar durante la estadía del avión en la base, las cartas de papel que escribí durante mi estadía y que recién pude despachar o entregar en mano al regreso y quien sabe cuántas cosas más.
Sí; mi primer viaje a la Antártida fue, además de todo lo que podía ser -y, supongo, todavía es- el primer viaje a la Antártida de cualquier ser humano, una excursión al pasado. Y, dadas las circunstancias que le dieron origen, eso no tiene nada de extraño.
No sé como fueron las cosas en otros lugares del mundo, pero en la Argentina, la década del ochenta trajo tantos cambios como si, en lugar de diez años, hubiera durado veinte, treinta o más.
En atención a la paciencia de quien pueda llegar a leer estas líneas, me abstengo de hacer mi propio resumen de esos cambios.
Solo voy a mencionar, porque viene a cuento, que además de aquellos aspectos de orden nacional que todos conocemos, fue la década de Greenpeace y de la emergencia política del movimiento ambiental; de la moratoria de la caza de ballenas; del descubrimiento -no el primero, es cierto, pero descubrimiento al fin- del Atlántico Sur o en términos más cosmopolitas, del Mar Austral y su potencial; del adelgazamiento de la capa de ozono y con él, los primeros síntomas del ominoso calentamiento global.
Y mientras, tanto en la Argentina como en el mundo, se producían todos esos cambios, la pequeña Ushuaia daba los primeros pasos para dejar de ser el puerto de frontera que había sido hasta entonces y empezar a convertirse en la paradoja irresistible que es hoy: una pequeña gran ciudad.
Entre los tantos aspectos distintivos de aquella Ushuaia, uno de los que más llamaba la atención era el entusiasmo que despertaban los científicos y su actividad.
En Ushuaia -recuerden; un pueblo situado en los confines y con una población de poco más de veinte mil habitantes-, nadie se mostraba sorprendido de cruzarse con un biólogo, un geólogo, un antropólogo o un historiador.
Bien por el contrario; las actividades de esos profesionales despertaban simpatía, curiosidad, y al menos en algunos casos, hasta un cierto entusiasmo. Y tal vez sea por eso que, cuando los investigadores del Instituto Antártico quisieron independizarse de la organización militar en que habían orbitado hasta entonces, pensaron en Ushuaia.
El traslado de un equipo de técnicos y científicos especializados en temas australes a Ushuaia hoy constituiría, por un lado, una decisión razonable, y por otro, un desafío relativamente acotado. Pero en aquel entonces, la propuesta tenía algo irrazonable; más de oposición al statu quo, o si se prefiere, de quijotada que de cualquier otra cosa. Y sin embargo, ahí estaba. O por lo menos, así se presentaba.
Imagino que, si hay algo en lo que los investigadores antárticos tienen experiencia, es en el avance sobre un territorio desconocido. Y atentos a las que deben ser -otra vez, me dejo llevar por la imaginación- las premisas básicas de una campaña con ese objetivo, lo primero que hicieron fue buscar un “socio” local.
Inevitablemente, el primer candidato que les vino a la mente fue el Centro Austral de Investigaciones Científicas (CADIC); uno de aquellos Centros Regionales que habían nacido en la década anterior con el objetivo de federalizar la investigación científica, o algo parecido.
Pero, ya se dijo, Tierra del Fuego, y en especial Ushuaia tenía algunos rasgos singulares. Y uno de esos rasgos era el Museo del Fin del Mundo. Este no es el momento y este no es el lugar para intentar describir qué era y cómo funcionaba el Museo. Baste decir que, a pesar de su escala, que podría catalogarse en algún punto entre modesta y diminuta, había logrado transformarse en una institución de cierto prestigio, y junto con eso, en un actor de peso en buena parte de las iniciativas orientadas a una u otra forma de conocimiento, preservación o puesta en valor del patrimonio natural y cultural de la región.
Y si esto era así, resultaba inevitable que se constituyera, sino en un segundo candidato para esa sociedad, al menos en una especie de intermediario, guía o baqueano, o cuando menos, en un comité de bienvenida.
Los integrantes de la delegación de avanzada -Les Éclaireurs, diríamos en homenaje al archipiélago y faro que se han convertido en símbolos de Ushuaia- del Instituto Antártico llegaron en pleno invierno. Me acuerdo de que, la noche anterior, Oscar Zanola, el director del Museo, nos llevó a ver el edificio en el que iba a sugerir que se instalaran. Visto desde una perspectiva actual, el edificio no era gran cosa; pero a la luz de aquel tiempo, no estaba nada mal. Y aquella noche, enmarcado entre la luz de la luna y el resplandor de la nieve, más que como una sede potencial se veía como una invitación imposible de rechazar.
Al día siguiente fuimos a recibir a los antárticos al pie de la escalerilla del avión, que era en donde se recibía entonces a los visitantes a los que se quería hacer sentir especialmente bienvenidos a Ushuaia.
Y, siempre ajustados al estilo singular e inimitable de Oscar, los acompañamos en un tour que, aun si no recuerdo en detalle, debe haber incluido las visitas de rigor, de las que tanto formaban parte la flamante legislatura y la casa de gobierno como el café de la Galería del Jardín, y que terminaba, casi inevitablemente, con uno o dos whiskies -o quizás tres- en el bar del Club Náutico.
Al día siguiente los acompañamos al CADIC en lo que, se suponía, debía señalar el final de nuestros servicios. Allí las cosas eran un poco distintas; no había tour ni café ni whiskies sino una decena de científicos sentados alrededor de una mesa de directorio, carpetas iguales con listas de proyectos y la atmósfera que, imagino, precede a la firma de las alianzas y los tratados. Y, antes o después, un recorrido por las instalaciones que, por cierto, se parecen bastante a las de una estación antártica.
En algún momento, uno de los investigadores del CADIC señaló los paneles de la sala en que tenía lugar la reunión.
“Eso que ven ahí es madera de teca de la India”, dijo. La declaración me produjo un cierto desconcierto, y creo que no solo a mí, porque estuvo seguida de un silencio incómodo. Poco después nos fuimos.
Pasaron algunas semanas sin noticias de los antárticos, pero, al menos en el Museo, nadie lo notó. El final del invierno era algo así como la señal con la que, cada año, se volvían a poner en marcha algunos de nuestros proyectos más ambiciosos, y a partir de entonces no había tiempo para nada que no fuera urgente.
Además, y a pesar de la corriente de simpatía que se había generado entre los antárticos y nosotros, estábamos convencidos de que nuestra participación en su mudanza a Tierra del Fuego había concluido.
Pero, como suele ocurrirle a los convencidos, estábamos equivocados. Un día; uno que hasta entonces había sido igual que todos los otros, el director me citó a su despacho.
“Te vas a la Antártida”, me dijo.
“¿Cuándo?”
“En dos semanas”.
Y fui.
Marcelo Ferrero, geólogo del Museo del Fin del Mundo y yo pasamos cerca de tres meses en la Antártida, la mayor parte del tiempo, en la base Carlini que, entonces, se llamaba Jubany. Según me dijeron, fue la primera vez que un equipo de una institución de Tierra del Fuego participó formalmente del programa antártico argentino. Y aunque Marcelo y yo hicimos todo lo que pudimos para estar a la altura de tal desafío, no sé si lo logramos. Pero, sea que sí o que no, no podría estar más orgulloso ni más agradecido por la oportunidad.
A veces, cuando pienso en aquel viaje, me pregunto si hice algo para merecerlo o si la invitación fue, como tantas otras cosas, producto de una serie de circunstancias azarosas. Y si fue así, que lugar tuvo, entre esas circunstancias azarosas, el episodio de la teca.
Pero por favor, no se lo cuenten a nadie.